sábado, 5 de septiembre de 2009

Muerte de un general (Crónica de la muerte de Sucre)



Seis jinetes partían de la excelsa ciudad Colombiana con las últimas advertencias corroyendo en lo profundo de sus almas. El escenario, un enorme tablero de ajedrez donde los peones blancos corrían publicaciones periódicas anunciando los movimientos de los caballos negros, que vagan entre casillas con la precisa intención de salvaguardar al rey de cinco cabezas, pero alentando a los suyos con la secreta premisa del oscuro atentado en las tinieblas de los bosques. Realidad cínica, crónica de una muerte anunciada.

A paso lento cubrían leguas y dormitaban en pueblos perdidos en el olvido, casas de papel, siluetas de sombreros, sonrisas muertas en rostros igualmente apagados, oscuridad burlona donde recibían las frías noches de mayo. Varios eran los lugares donde cuerpos sin sombra comentaban, susurrandose al oido mientras veían pasar el grupo de guerreros y el viento traía a los oidos de los jinetes nefastas noticias que hacían recordar los Idus del emperador.

El vigesimo día encontraronse una oscura figura que los saludo cordialmente sin entorpecer su camino, hombre discretamente vestido con olor a polvora y sangre, pistola gastada atada a la pierna izquierda, poncho gris y manchado, botas con pedazos de barro oscuro, sombrero de paja agujereado, rostro delgado y afilado, bigotes engomados hasta la punta, la mirada en llamas y una maliciosa sonrisa acompañada del canto de nueve grillos negros, enlutados como acostumbra su profesión, mientras el cielo se tornaba gris y las lagrimas de las nubes oscurecían la tierra.

Los granos de arena se deslizaban lentos y el viaje se hacía pesado, el barro en el camino amarraba las patas cansadas de las bestias y el aire frío pero asfixiante se colaba bajo los trajes de los caballeros que continuaban su empresa, bastante lejos ya de la última señal de humanidad, cuando el viento cambió con fuerza de dirección y un olor a polvora sangrienta colmó al eter, se oían el canto de los grillos y en la cima de la colina con forma de mujer, la silueta del hombre fumando en silencio. Parado allí, devolviendo las miradas temblorosas del grupo, con sus ojos rojos encendidos relampagueantes, hizo un gesto de saludo nuevamente cordial y se desvaneció en una espesa niebla, dejando un sabor extraño, metálico tal vez, en el paladar de los jinetes que comenzaban a vacilar bajo una neurosis inclemente que nublaba sus juicios.

Llegó la noche y se refugiaron para descansar con los corazones turbos pero valientes. Se tumbaron en unas ruinas, bajo un agotado roble, recostados unos cerca de los otros, entre rocas de algun antiguo y sagrado lugar, armas y corazon en mano, acariciados suavemente por la sombra tergiversada del gran árbol, garras imaginarias bajo la mirada de Febea que guardaba silencio en la oscuridad de los aglomerados, la mirada de turno atenta, Endimión cualquiera, espectador de la metamorfosis de la naturaleza bajo la danza de estrellas y aullidos apagados.

Con la llegada del alba, partió nuevamente el grupo de honorables guerreros internandose en la tortuosa selva de Berruecos. Enormes y torcidos arboles adornaban el entorno, dejando una pequeña gruta, boca de Erebo hambriento, que parecía dilatar el espacio entre los jinetes y tragarse la luz del día. Enredaderas, ramas, pasadisos, troncos y paredes de barro se movían conspirantes, transformando las sombras, alargando y contrayendo los trayectos a voluntad, separando poco a poco a los integrantes de la caravana que inocentes caían en una danzante Gehena colombiana hasta el punto de quedar cada quien con su sombra, cabalgando lentamente junto al silencio de la montaña, donde el tiempo fue olvidado hace largos años.

El piso manchado por los enormes e imponentes ansianos vegetales que clavaban sus multiples manos en la densa oscuridad de la realidad y el aire siempre espectador del suicidio de hojas marchitas simulando un otoño inexistente en esa parte del mundo, era el escenario para el general que cabalgaba tranquilo entre las tinieblas de Berruecos, totalmente consciente de su soledad, observando el aliento de una selva sin recuerdos, de siluetas inexistentes, de sonidos sin palabra, locura de mariposa, fiebre y enfermedad, belleza y muerte, temibles monstruos salvajes bajo cada rama, cada hoja seca que aullaba al ser destrozada por las patas de la bestía cansada y temerosa, consciente de que no saldría nunca del infierno que recorría. El resto de los integrantes, perdidas sus almas en la vigilia del tiempo, desesperaban al percatarse de la ausencia de los otros, abrazando una locura instantánea bañada en temor y tristeza y magnolias muertas. De repente, un audaz resoplido del viento hizo bailar a las ramas, levantando de la muerte cantidad de hojas secas y polvo suave, el movimiento de los arboles se fundía con las sombras danzantes en torno al general, la boca de este seca y el canto de los grillos sellado por un repentino silencio, segundos oscuros infinitos seguidos de un espantoso grito que nublo el espíritu de todo cuanto rondaba en la región; GENERAL SUCRE! Retumbó en la oscuridad de la selva, acompañado de cinco estallidos secos que callaron el continuo susurrar del entorno, transformando el espacio en una tumba instantánea, mientras el caballo se alejaba del cuerpo destrozado del general, tendido ya a la sombra de un castaño.

1 comentario:

  1. Me parece genial tu escritura visceral y tu visión de la ciudad como un cuerpo vivo y cambiante. Te animo a seguir escribiendo.
    Un abrazo

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Caracas

Caracas
fatal y hermosa muerte de las cinco de la tarde