domingo, 17 de mayo de 2009

Paseo de la mirada



El zumbido del ventilador adornaba la opaca habitación, sonido hueco que llenaba el espacio.

Sentía en sus cabellos las delicadas caricias del aire empujado por las oxidadas aspas, suavemente rechinantes. Se dejaba llevar por su funcionamiento, en como una hélice giratoria disloca una determinada cantidad de sustancia fría en un volumen específico de nada. Imaginaba las columnas etéreas de colores amargos chocando intensamente con su rostro y el reflejo dulce pero incomodo de la lámpara en sus ojos, cada vez que ese ángulo preciso de una de las aspas.

Entonces era la lámpara, colgante de cadena ligera y fina, oscilante en el vacio de ideas, amarilla sustancia que provenía de algún hilo en llamas, incandescente plasma que mancha toda la pequeña habitación con sombras deformadas del cuerpo original. Luego, la mirada que corre a la cama, pequeña, sucia, des-tendida, dobleces amplios y los rastros de ella, su figura marcada entre telas, aún ese aroma corrupto. Luego las copas a la izquierda, vacías ya, dejaban una marca en su triste existencia. El cenicero gris, elegante, con esa sencillez característica que ella solía apreciar, rebosante de cenizas, absurdas cenizas del pasado.

La pequeña ventana a la izquierda por la que entra el rumor de una Caracas cansada, que susurra lo último de su día. La irónica sonrisa de esa luna, oculta a medias por aglomerados grisáceos -tan grises como aquel cenicero- resalta entre ese fondo oscuro, denunciante de tanta hostilidad.

Y la mirada cae. El suelo, color frío y aquellas cerámicas tan de mal gusto. La entrada del baño a su derecha, pequeña puerta, deteriorada por el arduo trabajar de algunas termitas, el marco de esta, viejo y agotado, sostenía el peso de aquel techo oblicuo y denso, la manecilla marcada con el sabor a oxido y solo se alcanzaba a ver la base del lavamanos, lo demás del baño, tragado por la oscuridad.

Sin más nada a su derecha gira un poco el cuello. Las paredes, tristemente decoradas con la saliva del modernismo, una que otra telaraña en alguna esquina superior, mientras el borde inferior, limite de una dimensión a la otra, oculto entre restos de polvo oscuro.

Nuevamente baja la mirada y la sombra de la silla que temblaba. Observaba las alargadas patas vibrantes impresas en el suelo, siguiendo su forma hasta llegar a la madera, subir por unos centímetros y encontrar una tabla, la base de la silla y los pies fríos.

El peso del cansancio se posa en sus parpados, estira ambas brazos, totalmente perpendiculares a la línea que dibuja su tórax, gira las muñecas y tuerce los dedos, intentando agarrar un poco de esa nada densa de la que se compone el espacio. Suspiro agotado, aire que recorre sus pulmones, la mirada fija nuevamente en el ventilador, el zumbido opaco, el reflejo de la lámpara, la silla que choca con el suelo, la imagen de sus pies -siempre fríos- que pendulan delicadamente sin apoyo y el rechinar de la cuerda con alguna viga superior del techo gastado, cuerda que abrazaba su cuello.

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Caracas

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fatal y hermosa muerte de las cinco de la tarde